miércoles, 8 de junio de 2011

La última noche de Freud en Viena

Autor: Alexis Schreck Schuler
alesch@prodigy.net.mx

Alexis Schreck Schuler es  psicoanalista y doctora en psicoterapia  por la Asociación Psicoanalítica Mexicana, autora de numerosas publicaciones, docente y coordinadora del Doctorado en Psicoterapia en el Centro de Estudios de Posgrado de la Asociación Psicoanalítica Mexicana.  Atiende adolescentes y adultos en psicoterapia y psicoanálisis.


Trabajo Publicado  en Vida y milagros de... México: Editorial Lectorum, 2008 y Revista Algarabía, enero-febrero 2005, num. 17, año VIII www.sentidocomun.com.mx/articulo_algarabia.phtml?id_contrib=71 


La noche del 3 de junio de 1938 Sigmund Freud contemplaba por última vez el espacio que había sido su consultorio a lo largo de 46 años, en el número 19 de la calle Berggasse en la capital de Austria —recién anexada a la Alemania Nazi.
Sigismund —se cambió el nombre a Sigmund en 1881— Schlomo Freud había llegado a Viena en 1860 con su familia a los cuatro años, proveniente de un pequeño pueblo de la provincia de Moravia llamado Freiberg,[1] donde nació el 6 de mayo de 1856. Era el primogénito del comerciante de lanas judío Jacob Freud, casado en terceras nupcias con la joven Amalia Nathansohn. Le siguieron cinco hermanas y un hermano, además de los dos hermanos mayores que eran fruto del primer matrimonio de su padre.
En Viena, el pequeño Sigismund cursó sus estudios primarios y secundarios, con un interés muy precoz por las historias bíblicas y la condición humana. Por otro lado, se vio atraído por la doctrina de Charles Darwin sobre el origen y la evolución de las especies que permeaba todo el continente, pues «prometía un extraordinario avance en la comprensión del universo».[2] Sin embargo, fue la lectura de un ensayo de Goethe sobre la naturaleza lo que le estimuló a convertirse en estudiante de medicina en 1873.[3] ¿Quién hubiera pensado que 57 años después Freud ganaría el Premio Goethe de literatura por su célebre obra La interpretación de los sueños?[4]
Con un gran pesar, el doctor Freud se fumaba el octavo y último puro del día, sentado tras su escritorio, con los pies reclinados sobre un taburete. Sus estatuillas y demás antigüedades griegas, romanas y egipcias ya se encontraban envueltas y empacadas en grandes cajas de madera y de cartón. Él no lo sabía, pero Marie Bonaparte, la princesa consorte de Grecia, ya se había llevado algunas cosas a hurtadillas, incluyendo una parte importante de sus manuscritos. En esta labor de «contrabando» también habían participado Anton Toszeghi, doctor de la familia, y Paula Fichtl, la leal sirvienta. Todo regresaría a manos de Herr Professor una vez en Londres, con excepción de una valiosísima colección de encendedores que sus pacientes le habían regalado a lo largo de los años y cuyo paradero sigue siendo un misterio. Ahora sólo permanecía su diván, aún cubierto con un gran tapete persa viejo y gastado. Las paredes desnudas mostraban sin pudor los espacios donde habían estado los dibujos a pluma de Wilhelm Busch y el cuadro que mostraba a su maestro Jean-Martin Charcot, dando una lección magistral sobre neurología.
En 1885, con 29 años de edad, Freud había dejado su práctica como neuropatólogo en el Hospital General de Viena —el más importante de la ciudad— para asistir al prestigioso seminario del doctor Charcot en el hospital de la Salpétrière en París, donde se vio impresionado por los efectos espectaculares de la hipnosis en el tratamiento de los fenómenos histéricos. Sería esta experiencia la que lo conduciría hacia el descubrimiento del inconsciente unos años después.
Se escuchó un leve toque en la puerta del consultorio. Probablemente era su esposa Martha que lo llamaba a cenar. Pensó que la mesa del comedor estaría más sola que nunca, pues en la casa sólo permanecían ellos dos, su hija Anna (1895-1982) y Paula, la empleada doméstica. Su cuñada Minna y sus otros hijos ya habían abandonado el país. Temía esta cena como nunca antes, porque se sentía embargado por una profunda desolación, una nostalgia reflejada por la habitación en la que se encontraba.
Sigmund llevaba 52 años casado con Martha Bernays (1861-1951), una mujer bondadosa y humana de Hamburgo, con un permanente autodominio y sentido del orden. A pesar de lo amoroso que su marido fue con ella en las más de 900 cartas que le escribió estando separados durante el noviazgo, el matrimonio la había relegado a ser una figura secundaria que giraba en torno a las comodidades que Herr Doktor Freud necesitaba para escribir y dar consulta sin ser molestado por las nimiedades relativas al hogar.
A la vez que esperaba sumisión y entrega total por parte de su esposa, él se veía atraído por mujeres inteligentes, independientes y resolutas, que rompían con los paradigmas femeninos de la época. De hecho, varias de sus pacientes, que cumplían con esas características, fueron figuras fundamentales en la generación del psicoanálisis. Pero también hubo otras mujeres que se convirtieron en queridas amigas e interlocutoras durante sus pesquisas psicoanalíticas: Lou Andreas Salomé, que en su juventud había sido amiga de Nietzsche, le divulgaba las ideas del filósofo ya fallecido; y la princesa Marie Bonaparte, también discípula brillante, quien lo ayudó a dejar Viena y así, escapar del destino de sus cuatro hermanas, que habrían de ser asesinadas en los campos de exterminio nazis en 1942.
Día a día lo rodeaban dos mujeres más, que, junto con Martha, atendían cada una de sus necesidades: una era su cuñada Minna, quien se rumora fue su amante o al menos «amiga íntima»; y la otra era Anna, su hija más pequeña, que fue psicoanalizada y formada como psicoanalista por su padre y que después se convirtió en una destacada investigadora del psicoanálisis de niños, por mérito propio.
Anna estaría esperando a su padre en la habitación de al lado para hacerle las curaciones que requería el terrible cáncer que había afectado su mandíbula desde hacía quince años —provocado por la forma empedernida en la que fumó puros hasta su muerte, ¡casi 20 al día!— y por el que había tenido que someterse a más de 30 intervenciones quirúrgicas. Le había sido colocada una prótesis, que su hija le acomodaba cuando el dolor era insoportable, pero que le dificultaba comer y hablar. Sería ella quien, un año más tarde, cumpliría la petición de su padre —agobiado por dolores insoportables— para ayudarle a adelantar su muerte.
El anciano Sigmund se sintió retenido por la habitación que había sido su consultorio. No se podía mover, ni siquiera contestar los llamados de Martha a cenar. La habitación daba entonces una impresión de vacuidad, lúgubre y obscura. ¿Cuántas palabras se habrán alojado en sus esquinas?, ¿cuántos pensamientos?
Para la «ideología» nazi, las «degeneradas» teorías de Freud —que además era judío— eran las más aborrecibles y abominables, por lo que sus obras fueron las primeras en lanzarse a las hogueras, seguidas por los libros de Zweig, Remarque, Kafka, Einstein, Mann y muchos otros más. Anna había sido detenida e interrogada por la policía semanas atrás, su piso había sido registrado en dos ocasiones y el mismo doctor fue arrestado. Se le concedió un permiso de inmigración, por el que tuvo que pagar una gran suma de dinero, aceptar la confiscación de sus propiedades y firmar una carta en la que debía declarar que lo habían tratado bien. Él, valientemente, se atrevió a escribir: «A quien corresponda: yo, Sigmund Freud, recomiendo encarecidamente a la Gestapo a todo el mundo.»
En 1886, tras haber contraído matrimonio con Martha y regresado de París a Viena, Freud renunció al trabajo académico para ganarse la vida como médico particular y como director del servicio de neurología de la clínica de niños enfermos. Aun así, continuó sus investigaciones sobre las causas psíquicas de la histeria en estrecha colaboración con su amigo Joseph Breuer (1842-1925), que dio como resultado sus primeros escritos psicoanalíticos.[5] 
Los fundamentos de la nueva disciplina del psicoanálisis se consolidan en La interpretación de los sueños, obra de fin de siglo que afirma la realidad del «complejo de Edipo» y el funcionamiento de los procesos inconscientes. El psicoanálisis designa desde ese momento tres ejes fundamentales: un método terapéutico de tratamiento de las neurosis, un procedimiento de investigación de los procesos psíquicos y una teoría científica de los procesos psíquicos inconscientes.
A principios de siglo las investigaciones de Sigmund Freud ya permeaban el pensamiento científico. En 1902 Freud reunió en su casa a algunos médicos para discutir las obras en las que había estado trabajando, con lo que nació la primera sociedad de psicoanálisis, el «Círculo vienés», que se había extendido por toda Europa para 1910. Sin embargo, en los años posteriores resultan inminentes las rupturas subsecuentes con dos de sus más allegados colaboradores: Alfred Adler (1870-1937) y Carl Jung (1875-1961). Esta última disidencia está relacionada con el valor que Freud daba al estátus científico de sus propios estudios, pues él siempre se atrincheró en las ciencias de la naturaleza para desde ahí tratar de explicar lo humano. No fue un filósofo ni un místico, sino un investigador que coqueteó descaradamente con la ciencia y con la esencia misma del ser humano, y pretendió desenmascarar lo más terrible en él.
No cabe duda de que los efectos de la obra freudiana en el saber acerca del hombre entrañan una revolución que implica la tercera herida fundamental al narcisismo de la humanidad: después de que Copérnico puso fin a la ilusión cosmológica y Darwin a la ilusión biológica, Freud declinó la idea de la conciencia como determinante de la conducta humana, revelando los disfraces de sus pulsiones inconscientes y cuestionando con esto la unidad del ser humano en relación a su saber y a su verdad... ¡El hombre no era dueño de su casa, sino sólo un sujeto determinado por el devenir inconsciente de las pasiones infantiles más primitivas!
Sigmund Freud apagó su puro y se incorporó. Con paso cansado y derrotado, caminó hacia la puerta, desgarrado por la incredulidad que le generaba la maldad humana encarnada en el régimen nazi. No volvería jamás a Austria. Moriría un año después de su exilio forzado en Londres a los 83 años, el 23 de septiembre de 1939. El doctor Freud abrió la puerta de su consultorio, echó un ultimo vistazo casi de reojo y la cerró a sus espaldas.


[1] En ese entonces, parte del Imperio Austro-Húngaro. Hoy en día es Pribor, República Checa.
[2] Sigmund Freud,, «Presentación autobiográfica», Obras Completas xx, Buenos Aires: Amorrotu, 1986.
[3] Según Pestalozzi, el verdadero autor de dicho ensayo titulado «Die Natur» fue el suizo G. C. Tobler, pero fue incluido por el mismo Goethe entre sus obras por error.
[4] "Die Traumdeutung"(1900).
[5] v. Algarabía 12, marzo-abril 2004, Ideas: «El nacimiento del psicoanálisis». pp. 64-69.
 

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